Estaba esperando el barco con una mezcla de ciertas ansias, alegría y nerviosismo, ya que me conduciría hacia un nuevo destino, una experiencia nueva, de las que uno no sabe qué esperar. Tenía 36 horas, desde su partida, hasta llegar a la isla. El tiempo en que lo abordé era verano y las casi 20 horas de luz eran tan importantes, porque se podía apreciar más el recorrido.
Fácilmente, uno podría quedar arrullado, pasarla durmiendo y despertar solo para comer y estar entretenido con algún libro o algo para pasar el tiempo. Sin embargo, las ganas de ver todo lo que uno va a recorrer no me dejan estar en mi asiento. El recorrido del Estrecho de Magallanes es muy tranquilo hasta que se inicia un laberinto de islas, pequeñas y grandes, donde el viento se pone más fuerte y, por momentos, el barco se convierte en una mecedora. Algunos han tenido que agarrarse fuerte y a otros la cabeza les empieza a dar vueltas hasta llegar al canal Beagle donde vuelve la tranquilidad.
La sorpresa no se hacia esperar, la compañía llega haciendo sus piruetas y dejando asombrados a unos y otros sonrientes, toda va quedando grabado por varios minutos. Así de fácil se ganan el cariño de la gente, y van creciendo los recuerdos gracias a los delfines que se van alejando poco a poco.format_quote
Llega el momento de abrigarse, el momento de disfrutar al acercarse a los glaciares, y ver toda esa magnitud que quizás en poco tiempo no sea lo mismo. Y el colofón del recorrido, donde el corazón y mi alma se llena de toda la energía, es el despertar del día. Siento tan corto el tiempo. Hay que estar listo para la cita porque, lastimosamente, no espera a nadie, y es que solo en la Patagonia he podido disfrutar de sus colores tan intensos, de sus amaneceres tan increíbles que suele regalar. Luego de unas horas y a lo lejos, los picos más famosos empiezan a asomarse. Se viene otra aventura. Son los Dientes de Navarino que dan la bienvenida a la isla.